sábado, 12 de marzo de 2011

EN EL CERVANTES


Miguel Hernández. La sombra vencida
http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/m_hernandez/ibanez.htm
Por Andrés Ibáñez

Se dice (no sé si es una leyenda) que cuando murió Miguel Hernández, resultaba imposible cerrarle los ojos. Son esos mismos ojos grandes, brillantes como esferas de vidrio, que hemos visto representados en tantos retratos. En uno de sus últimos poemas, escrito en la cárcel y no recogido en ningún libro, escribe: «Yo que creí que la luz era mía / precipitado en la sombra me veo». Pero el poema (y con él, la Obra poética completa del poeta) termina con estos versos: «Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida».
Foto de color sepia de un pueblecito a orillas de un ríoDos niños con pértigas sobre una balsa, en un caserío anegadoFoto en blanco y negro de una calle solitaria en un pueblecito levantino.

Orihuela

El propio Miguel Hernández se describió a sí mismo a menudo como «cabrero poeta» (en un artículo publicado en la revista Destellos, editada por el gran amigo Ramón Sijé) o bien como «poeta pastor» o incluso «pastor poeta» («este pastor un poquito poeta», le escribe en una carta a Juan Ramón Jiménez). El padre de Miguel era cabrero, y el propio poeta fue iniciado en el oficio de pastor por su hermano Vicente cuando era un niño. Las montañas comenzaban justo detrás de la casita en la que nació Miguel en Orihuela, secas y desabridas laderas de ese paisaje levantino que tanto se parece al de Tierra Santa. Más tarde, la familia se traslada a otra casa en la Calle de Arriba, una vivienda amplia y cómoda con un jardín trasero en la que había un corral y algunos frutales.

Miguel Hernández estudió durante bastante más tiempo del que sería esperable en un muchacho tan modesto. En el colegio de jesuitas de Santo Domingo llegó a alcanzar los grados de «príncipe», «edil» y «emperador», títulos con los que los jesuitas distinguen a los buenos alumnos. Y enseguida comenzó a leer, primero en la biblioteca del canónigo Almarcha, que le introduce en los clásicos españoles y los grecolatinos traducidos, y luego bajo el influjo de Ramón Sijé, su gran amigo, un estudiante de derecho de orientación conservadora y católica que tenía grandes inquietudes literarias. Sus sucesivos viajes a Madrid, hasta el tercero, que es el definitivo, suponen un gran salto hacia adelante y una ruptura con el mundo provinciano y limitado de Orihuela. Sobre todo por influencia de Pablo Neruda, las ideas religiosas y políticas de Miguel Hernández comienzan a cambiar. El poema «Sonreídme», escrito en el período que va entre El rayo que no cesa y Viento del pueblo, uno de los pocos que escribiera sin rima, y que por esa razón tiene un tono más libre y moderno del que solemos asociar con su arte, es un buen indicador de esta crisis: «Vengo muy satisfecho de librarme / de la serpiente de las múltiples cúpulas / la serpiente escamada de casullas y cálices». Ramón Sijé le visita en Madrid y ambos amigos discuten de política, de poesía, de religión. Se sienten un poco distanciados, pero a los pocos meses el amigo muere, y Miguel se siente devastado. Escribe entonces la «Elegía a Ramón Sijé» que se ha hecho tan famosa y que entusiasmó al propio Juan Ramón Jiménez. El poema, hermoso y algo superficial, contiene un pequeño misterio: porque la elegía por la muerte del amigo parece, en realidad, una declaración de amor de encendida sensualidad.
Manuscrito de la «Elegía a Ramón Sijé».


Hay siempre algo seráfico alrededor de Miguel Hernández. Tenía un rostro de niño ingenuo, marcado de cicatrices por una explosión de carburo que sufrió en la infancia. En seguida se hizo amigo de los poetas de la generación del 27, pero en Madrid no todo fueron aladas almas de rosas de almendro. García Lorca no sentía simpatía por él e intentaba evitarle, y es conocida la anécdota de Miguel llamándole «hijo de puta» a Alberti y recibiendo un bofetón de María Teresa León.

Fascina lo rápido que suceden las cosas en la vida literaria de Miguel Hernández. Perito en lunas, un experimento en octavas gongorinas, es de 1933. Su obra mayor, El rayo que no cesa, poemario de amor y de angustia, del 36. Ese mismo año comienza la guerra, y Miguel salta a una poesía de tipo social y político. Viento del pueblo (1937) es el libro optimista de la guerra, y del viaje a la Unión Soviética. El hombre acecha (1937-39) es el libro pesimista de la guerra. Los dos libros son desiguales, aunque contienen poemas de agonizante intensidad. Viento del pueblo se convertiría en el modelo de la poesía social de la posguerra, y se abre con unos versos célebres donde cada palabra vibra como un terremoto y trae una imagen inolvidable: «Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas / y en traje de cañón, las parameras / donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, / y llueve sal y esparce calaveras». Todo Miguel Hernández está aquí: la maravillosa perfección formal, el uso implacable del ritmo y de la rima, la asombrosa imaginación verbal, el tono a un tiempo moderno, casi surrealista, pero con una resonancia clásica, la lentitud poderosa en que la lengua se demora, como embrujada, para decir una por una la sucesión de palabras que son todas esenciales.